miércoles, agosto 05, 2009

En Santiago


Nos despedimos con Zarco en el andén del metro Baquedano. Se cerró la puerta del tren y seguí sola, de vuelta a mi casa.
Comencé a desempacar, a ordenar, lavar y a tratar de no pensar en lo malo de la secuencia de sucesos lamentables e inesperados que nos había tocado vivir. Una semana después parecía que las cosas eran tan normales como lo habían sido siempre.
Llamé entonces a un amigo del que no sabía nada hace casi diez meses y una mujer me contestó que ya no trabajaba ahí. Busqué el número de su casa y su hermana me dictó el teléfono de su nuevo trabajo. Un minuto después, estaba escuchando la voz de Leonardo al otro lado del teléfono, desde una oficina en Providencia.
Le pregunté como estaba y casi no me contestó. Pensé que mi llamado había sido inoportuno y además una mala sorpresa. A pesar de eso, me atreví a preguntarle que le pasaba y antes de que contestara, me imaginé su voz diciéndome que no quería hablarme, que no teníamos nada más de que hablar.
Entonces cuando Leonardo terminó de dar un suspiro, me dijo que un amigo suyo había muerto hace dos días en la Avenida La Florida, atropellado por una camioneta, cerca de las cuatro de la mañana, cuando salía de una discoteque en dirección a su casa.
Me contó que sellaron su ataúd porque su rostro estaba desfigurado, que unos primos tuvieron que reconocer su cadáver, porque había perdido a su padre hace nueve años y su mamá había muerto tres meses antes.
Después de decirme esto, me quedé sin nada que decirle. Traté de articular algo como, lo siento mucho, pero era tan distinto a lo que me esperaba que esta vez yo fui la sorprendida. Sorprendida de saber que seguía teniendo la misma confianza para contarme su padecer y alegre de no haber escuchado que no quería hablarme nunca más, como hace quince años y a través de una breve carta, después de haber estado en la feria artesanal, frente al cerro Santa Lucía, pero que después olvidó, al menos hasta hoy.